En su columna semanal, "Disculpen la pequeñez", Jaime Bedoya habla sobre el cantante mexicano Juan Gabriel.
"La grandeza de un artista como Juan Gabriel radica en la trascendencia, no en la anécdota", dice Jaime Bedoya. (Foto: AP) |
Sería prudente servirles agüita de azahar a las madres latinas: cabe la posibilidad de que ese himno ilustre que celebra el amor profesado continentalmente ante la ausencia de la figura materna —“Amor eterno”—, cumbre melódica del hijo predilecto de Juárez recientemente desaparecido, no estuviera dedicado originalmente a ellas.
El desgarro de su letra habría estado inspirado en la trágica partida por propia mano de un joven de nombre Marco y que por entonces, 1990, concitaba el desvelo sentimental de Juan Gabriel [...].
Pero eso qué importa. La grandeza de un artista como Juan Gabriel radica en la trascendencia, no en la anécdota. Cualidad líquida que fluye y discurre transversalmente de lo personal a lo universal, sintonizando en multitud de sensibilidades para abrir corazones que luego, ojalá, abran mentes.
Marica es una palabra del idioma español con la que desde la Edad Media se refiere diminutivamente a las Marías. Luego, en el siglo XVI, fue usada para referirse a muñecas tipo marionetas, movidas mediante hilos. Con esto su acepción se proyectó para aludir al hombre manipulable, al pusilánime y amilanado. Su versión más severa y sonoramente injuriante, maricón, con directa alusión sexual sodomita, se consigna como limeñismo en el diccionario de la Real Academia de 1869. Lima antigua, paraíso de mujeres, purgatorio de solteros e infierno de casados, fue además testigo de una masculinidad disidente. La Plaza de Armas tenía su propio maricón oficial, don Juan José Cabezudo, cocinero, travesti y pregonero pintado por Pancho Fierro, fotografiado por Courret y luego escrito por Ricardo Palma. Lima cómo no iba a querer a Juan Gabriel.
Juan Gabriel invierte y redefine la virilidad del cantor mexicano. En la categoría de ícono de Jorge Negrete, el charro cantor; Agustín Lara, el poeta más feo del mundo; y el inmenso José Alfredo Jiménez, patrono de las cantinas, Juanga aportó una nueva dimensión, afectada, coqueta y caprichosamente flexible frente a la rigidez machista canónica. No es casualidad que los tres mencionados intentaran en vano domar a María Félix, matriz de matrices mexicana. El cuarto en cambio la veneró: forma excelsa y casta del amor.
Negrete no la sobrevivió. Lara le hizo ese himno que es “María Bonita”. Jiménez le cantó en “Ella” que “me cansé de rogarle”. Pero Juan Gabriel le compuso “María de todas las Marías”, en que, elevándola por encima del deseo, compara la belleza de su mirada con la de la madre de Dios. “Me la pones difícil”, le dijo la Doña (2) al de Juárez.
Su aproximación sencilla al amor y a su ausencia, sin restricciones de orientación o género, es lo que ha hecho universal la prolífica obra de Juan Gabriel. Obra que honra la fascinación latinoamericana de regodearse en la herida sentimental tal como una piedra que espera expectante su precipicio. Qué rico duele el amor.
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Federico García Lorca, que escribió ese delicioso homenaje al marica andaluz que es “Canción del mariquita” (3), celebró en Whitman saber enaltecer una sensibilidad homosexual que no se reduce y agota en lo carnal. Es humana. Así es como una canción de amor por un amante desaparecido puede ser también un himno a la madre ausente.
Par de cojones que tuvo Alberto Aguilera para ser Juan Gabriel en un país, y un continente, poco dado a la delicadeza masculina. Es cuando hay que ser bien hombre para ser marica.
1. Por eso la letra dice: “Y es que tú eres, es que tú eres/ el amor del cual yo tengo/ el más triste recuerdo de Acapulco” [...].
Jaime Bedoya, El Comercio, 06 de septiembre de 2016
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